Miradas
Un día subes al metro. No hay mucha gente porque la parada donde lo tomas es una de las últimas, o de las primeras, según se vaya o venga a la ciudad. Te sientas. No has querido meter en el bolso el libro que te estás leyendo porque vas a una entrevista de trabajo. Es muy grueso y tampoco te interesa tanto. Te ha costado mucho levantarte esta mañana para cruzar la ciudad bajo tierra y asistir a la entrevista.
Elegir la ropa que ponerte tampoco ha sido nada placentero, ya hace mucho que la única emoción que sientes al tener que tomar una decisión, por pequeña que esta sea, es hastío y desgana. La ropa de tu armario es la misma desde hace ya varios años. Entre las prendas que te sueles poner hay algunas que esperan su turno desde tu último cumpleaños, o Navidad. Pero jamás te las pondrás. Parecen animales muertos colgados de sus ganchos.
Lo peor de todo son los zapatos, todos están desgastados o deformados por el uso. Tus pies tampoco parecerán nuevos, claro, pero no se ven desde fuera. Pasas de largo, no antes sin pensar que los tendrás que limpiar, quizá podrías cambiarles los cordones... demasiado esfuerzo. Vas directa a la ducha. Antes, hace ya no sabes cuánto, una ducha era eso: "pim-pam" y siempre salía alguien nuevo de ese proceso. Ahora, ir al baño es como tener que planificar la conquista del África oriental. Las uñas crecen más rápido de lo habitual, el pelo está envejecido, al igual que la piel de tu cara, marchita y gomosa como los asientos de un sofá de una familia numerosa. Ya no sonries al espejo porque te ves la dentadura. Casi no recuerdas cuando tu esmalte era blanco, liso, de confianza. Hoy,lo que no está movido está podrido y cada vez que te metes el cepillo en la boca tienes la mala premonición de que va a quebrarse algo hasta convertirse en arenilla.
El tren ya ha dejado atrás la mitad de las estaciones de la linea. El vagón se ha llenado casi sin darte cuenta. Entra una pareja joven, un poco menos que tú. La mujer lleva una bebé en un carrito mientras su marido carga con dos bolsas de plástico del supermercado. No puedes evitar mirarles. Parecen felices, han hecho alguna cosa con sus vidas; la han dado a otro, a su hijo. Incluso el amor es posible. Pero para ti casi nunca lo fue, o al menos casi nunca duró lo suficiente como para afirmar que fue amor. Sin embargo, el deseo no ha muerto. Y eso es lo que más daño te hace. Antes siempre había alguien que te decía que eras observada. No sentías la necesidad de buscar la mirada de nadie, quizá porque el miedo a encontrarla anulaba esa necesidad. Pero hace mucho que no te tocan ni te besan. Decías que eso, el amor, era lo último, lo de menos. Había otras cosas en las que pensar y para el amor siempre habría tiempo.
Al fondo del vagón ves un muchacho. Es guapo, tu tipo. Lo miras. Incluso lo miras cuando las miradas se cruzan una vez en la diminuta geografía del vagón. Pero ese momento fue tan sólo un segundo y ahora ya no te mira. Tu lo sigues mirando y él... Cerca de ese chico hay una muchacha. Tiene el pelo bonito, pero viste con muy poco gusto. Se atreve a llevar esas prendas tan ajustadas a pesar de que está algo rellenita. No es que tenga mal tipo, no. Se le adivinan unos pechos duros, tiene las caderas anchas y piel fina y los labios gruesos. Tú, diez años atrás, más o menos la edad que tiene ahora esa chica, eras mucho más atractiva que ella. Todavía lo eres, te lo dicen.
Vuelves a mirar al muchacho y te das cuenta de que él la mira a ella. Es una mirada de deseo, de una lujuria robada que te perteneció a ti hace diez años. ¿Cómo no se da ella cuenta? No le quita los ojos de encima, la manosea con la vista, incluso tiene la boca entreabierta, como si se la estuviese comiendo, así, poco a poco, chupando cada tuétano de sus huesos. Nadie parece darse cuenta, nadie excepto tú. ¡Mira!, se ha tocado los genitales, el muchacho, lo has visto, crees, bueno...no estás segura. En todo ese vapor de fuego también brilla algo que no es del todo animal.
El metro se detiene en una estación y la chica se baja. De nuevo queda el muchacho sólo al fondo del tren y de nuevo le miras. Realmente es guapísimo. Le dibujas con los ojos la forma de su cráneo, el color de su pelo; buscas la dureza de su pecho, el firme de su cintura, adivinas su espalda, sus tobillos, su sexo. Te dijeron una vez, o lo leíste, que si alguien mira la nuca de una persona insistentemente, esta acaba por darse la vuelta y buscar los ojos que le observan. ¿Será lo mismo con la frente? El muchacho tiene la cabeza baja, ha quedado absorto, mirándose la punta de sus zapatillas. Y tu miras, y miras, y entrecierras los ojos intentando proyectarte en él: "Hé, hola, soy yo. Qué guapo eres, me gustas, me gustas..." Y te quedas así, un par de segundos. Pero el muchacho no te mira, ni siquiera cuando, lanzando un salivazo en el suelo, baja del vagón en la siguiente parada.
2 comentarios:
Bueno bueno no sé si tendrás 10 años más, tu mujer la tuya de dentro, tendrá 10 años más, porque lees muy bien las mentes de ellas, la doñas y damas en soledad. Felicidades.
Leeo o vivir, es lo mismo.
Esta Primevera le está matando, l.i.t.e.r.a.l.m.e.n.t.e
Saluditos.
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