¡Por Hércules, qué perfectísimos habían sido los brazos de la muchacha! La piel que los recubría parecía posarse sobre los músculos, apenas insinuados, bajo una capa de aterciopelada lividez; las venas, que surcaban angulosas sus antebrazos al igual que lentos y delicados ríos de leche, tenían el nacimiento en lo dramático de las muñecas, duras pero flexibles, capaces sólo de soportar la justa y calculada fuerza de la carne, torneada dos veces, brillante y diáfana como cabezas de alfil.
No, no es posible describir con adjetivos, ni con nombres, ni siquiera Aristóteles podría hallar el verbo que recordara vagamente la aúrea fuerza que emanaban aquellas extremidades superiores.
Una vez puesto en conocimiento del Gobierno de Atenas, este resolvió que se retuviese a la muchacha y se consultase al Oráculo para saber qué pretendían los dioses con aquel regalo. "Que Agesandros de Melos copie la belleza viva en mármol de Paros; después, un extrangero la amputará del modelo vivo y presentará ofrenda de su carne en el altar de Venus".
Mandamos llamar a un eminentísimo físico egípcio que habitaba en el país de los caldeos. Llegó una noche, a bordo de una extraña nave con las velas negras. Le administró el eléboro y operó a la muchacha sin sufrimiento. Han pasado trenta años de aquello.
Ahora, ni el feroz viento de los siglos podrá arrancar jamás la imagen de la Belleza que yo fijé en los brazos de mi Venus. Dentro de mil años seguirán vivos para las generaciones y su contemplación .
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