jueves, 27 de noviembre de 2008

Maldito sea quien inventó el tabaco!

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Fumar es malísimo, malísimo. Tan sólo Bin Laden tiene peor prensa que el tabaco. ¿Cuántas veces no te has defecado (figuradamente hablando, claro) en el "tío" que "inventó" el tabaco? Si eres fumador, entonces seguro que muchas veces. Pues bien, éste que aparece aquí al lado es el famoso "tío". Su nombre: Jean Nicot, embajador francés que fue y máximo responsable de la introducción del tabaco en la corte francesa durante la segunda mitad del siglo XVI.


Hacia 1560 el tabaco era ya conocido en España y Portugal. En este último país, para esos años, se encontraba como embajador de Francia el caballero Jean Nicot, quien se interesó por la exótica planta. Cuando éste regresó a su país, llevó consigo hojas de tabaco para obsequiárselas a la reina Catalina de Medicis por lo que se la llamó “hierba de la reina”, “Nicotiana” o “hierba del embajador”.


A partir de ahora ya puedes defecar con conocimiento de causa o, lo que es lo mismo: cagarte agusto y más leído en el tío que inventó el tabaco.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Las comparaciones son malas

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Siéntense todos, y la confusión cesará[1].

Toda comparación es gratuita y falaz. Lo es en cuanto a que su ejercicio alumbra en nuestro cerebro un falso reflejo al que denominamos, las más veces a boca llena, progreso. Sin embargo, la idea del progreso nos es necesaria porque seda y mitiga la insoportable visión de la Belleza, esto es, y como Platón bien dijera: el resplandor de la verdad. Y no hay mayor verdad (y por ende mayor belleza) que el reconocer que la sociedad no avanza o retrocede en nada, porque no está en su naturaleza el hacerlo, sino que muda sus glorias y sus miserias según pesamos (comparamos) las obras del hombre en una romana cuyos pilones son: la moral, la ética, el gusto artístico del momento o esa otra ilusión, inconsciente, ridícula y peligrosa, a la que denominamos labentibus annis.
¿No le corresponderá, pues, a nuestra generación, a los hombres y mujeres de la España del 2008, el verse libre del lastre que tiene tan cerca del suelo a nuestra nación desde los días de la Reforma? Sea por el cuarterón de sangre íbera que nos corre por dentro, sea por la huella del hierro candente que imprimió Santiago (acaso fuera él) en nuestros corazones con su fuego apostólico, España se apeaba del carro del “progreso” al son de cada uno de los golpes de mazo con que Lutero fijaba sus 95 tesis en la puerta de aquel templo en Alemania[2].
¿Qué si todas las luces de nuestra Ilustración hubieran elevado su resplandor por encima de la espesa arboleda de la Iglesia y la Monarquía del momento? ¿Qué si nuestro siglo XVIII no hubiera sido tan moderado? La cosa cierta es que, mientras se triangulaba la distancia Dunkerque, París, Barcelona para alumbrar el metro[3], nuestro Goya hacía denuncia de las supersticiones del pueblo en una serie de grabados, y eso, puestos a comparar, es un claro reflejo de que el reloj de nuestra nación marchaba entonces, cuando menos, con cierto retraso respecto a Europa.
Pero si la pregunta es sobre la vigencia de los aspectos estudiados en la materia impartida, la respuesta no puede ser otra que: todos y ninguno[4].
¿Qué diría don Gaspar si viera en qué ha quedado la sifilítica nobleza de su España? El grito de contención y la llamada a la ejemplaridad con la que compuso su sátira segunda a Arnesto bien podrían entonarse hoy con igual derecho. La Duquesa de Alba, el Duque de Feria, los Duques de Lugo y hasta la mismísima reina han dado qué hablar en la prensa amarilla. Y todos ellos están, salvo quizá el caso de S.M., muy lejos del ejemplo o, lo que es lo mismo, muy cerca de las miserias de la plebe.
En cuanto al estado de los espectáculos y las diversiones públicas, verdad es que la mayoría de los males que se apuntaron en el informe de nuestro ilustrado ya no prevalecen en ellos y que en nuestros días gozamos de infinitas y saludables formas de divertirnos, muchas de ellas con la subvención del Estado. Sin embargo, la idea de don Gaspar de convocar concursos para provocar que los autores paran obras de mejor calidad mediante el filtro de la competencia no deja de ser algo subjetivo y muy a menudo incierto. La calidad, como el gusto, viene dado por factores culturales y por el dictamen del ojo del tiempo que los observa. El concurso no asegura lo mejor, está demostrado, pero a esto hay que sumarle el que muchas veces (véase el caso del Premio Planeta), el certamen es un fraude cometido en aras de las previsiones de venta. No era este un remedio, don Gaspar: el mal, como el agua, siempre busca su cause.
El teatro español ha dejado de ser un divertimento de masas para convertirse en un bocado intelectual, caro y a menudo inaccesible para los jóvenes (por otro lado, a los que más debería interesar promover), cuyo disfrute ya nadie antepone, si puede, ante el estreno en un cine de la última película de Indiana Jones o el alquiler de una película de video los viernes por la noche. Si por aquellos días Jovellanos reflexionó sobre la necesidad del asiento para todos en la platea como medio de contención de la ira, hoy podríamos decirle que el asiento no evita que una manada de vándalos se revuelva y ruja en un encuentro deportivo y acabe provocando un fuego, lanzando una bengala de salvamento marino al estómago de un niño o que, en definitiva, despedace a pisotones a cualquiera que se le ponga por delante.
Pero los toros sí, continúan provocando riadas de tinta y prefijando a las ciudades con los emblemas anti y pro. Y es que en España el espectáculo de los cuernos persiste, creo yo, porque se asocia como elemento de identidad del país. ¿Y qué? ¡Cuánto le debe Barcelona al bárbaro arte de las luces! ¡Cuántas suecas temblaron sus carnes hace 40 años al grito de Olé! Algunas de ellas, abuelas hoy, todavía deslizan con una sonrisa picarona un billete de quinientas pesetas, con el busto de Don Jacinto Verdaguer, en el escote de sus nietas, a la vez que les aconsejan que vean una buena corrida de El Cordobés, Luís Miguel Dominguín o Alfredo Landa. Del espectáculo ya se quejaba la Generación del 98, cierto que lo fue más por el hecho de preferirse como sedativo a la realidad que como espectáculo bárbaro y sangriento de ahora, pero para el caso es lo mismo: lo importante es que se continúa hablando de si el huevo o la gallina.
No han cambiado, pues, mucho las cosas porque, como decíamos al inicio, en esta vida sólo cambia el escenario y no el ser humano. Está comprobado que toda la Humanidad en el hombre puede mutar en bestialismo a poco que le falte el pan. No es una barbaridad reconocer que detrás de la cáscara social y cultural que nos envuelve se esconde un animal que es capaz de declarar los Derechos del Hombre un día y gasear a medio millón de personas al siguiente.
Así pues, ¿a qué comparar la Ilustración española con la del resto de Europa y sacar a relucir el trapo de la Reforma y el retraso? ¿Acaso fue menos lo nuestro? ¿Qué si las trabas? Nuestra Ilustración y nuestros ilustrados lo fueron a su manera, quizá con el dedo de un “Dios a punto de apagar el botón” más cerca que el Dios de Diderot, pero eso fue también positivo porque nos distinguió de los demás. El ilustre guiso tardó más tiempo en cocerse aquí que en otras naciones, sí, pero no por eso deja de ser menos saludable ni ha alimentado a menos genios a lo largo de los años. Si de algo hay que lamentarse sea del complejo de inferioridad que arrastramos desde entonces.
En conclusión, los males son los mismos en épocas diferentes, en la de Jovellanos y en la nuestra. Ninguna sociedad puede dejar de reproducirlos porque está en su naturaleza el errar, igual que lo está en ella la búsqueda de la corrección y de la perfección a través de la Belleza. De eso “iba” la vida, ¿no?




NOTAS.



[1] JOVELLANOS, Gaspar M., Espectáculos y diversiones públicas, ed. CARNERO, Guillermo, Madrid, Cátedra, 1997, pág.212
[2] Iglesia de Wittenberg, 30-10-1517.
[3] Año de 1799.
[4] Considero en este texto las obras Espectáculos y diversiones públicas de G.M. de Jovellamos, en la edición apuntada en la nota 1, y la Sátira segunda a Arnesto de la edición de Castalia, del mismo autor.