Entre los meses de noviembre de 1997 y junio del siguiente año viví en una ciudad costera de la Inglaterra del Sur llamada Bournemouth. Era esta una pequeña y fungiforme mancha en el mapa del condado de Dorset, dotada de un certificado de nacimiento dieciochesco, una tradición hotelera de cierta importancia y un Pier (especie de pasarela de recreo sobre el mar) que se adentraba 25 metros en la costa y en el cual habían muerto representantes de todas las generaciones, arrebatados por una ola en una mañana lluviosa.
Pero lo más remarcable de Bournemouth era su tranquilidad. Cuando a las cinco de la tarde el viento soplaba sobre mar y traía la niebla a The Hill (la parte más alta de la ciudad) se podían escuchar con toda claridad los tintineos de miles de cucharillas removiendo el té de las tazas de los jubilados: Una melodía de alpaca y aluminio con algún trino de plata.
En Bournemouth sufrí los primeros meses el mal de la soledad. No conocía a nadie, y era incapaz de iniciar cualquier tipo de relación porque no hablaba casi nada de inglés.
Pude volverme loco, pero me salvó el que me dedicara a ocupar mi tiempo en descubrir la ciudad a través de su historia. Sabía que el Destino me había llevado allí por alguna razón así que supongo que decidí soltarme. Con paraguas y plano en mano recorrí todas las calles y caminos de la ciudad y descubrí lugares y personajes que me han acompañado desde entonces hasta formar parte de mí mismo, de mi propia historia. Como Chang Wu Gow, (1840s - 1893) , un gigante chino que había muerto en Bournemouth, a donde se había retirado, después de pasarse media vida trabajando en un circo y haber conocido a todos los reyes y emperadores de su época. Otros de los personajes que también me acompañaron fueron Mery Schelley, la creadora de Frankenstein y Thomas Hardy, el poeta. Pasé muchas tardes leyendo en un banco, al lado de la tumba de la primera, y fui en busca del perfume de las lilas de Bournemouth que Thomas Hardy describe tan maravillosamente en su libro "La Mano de Adalberta".
Pero la historia que más grandemente me llegó fue la de Skerryvore. Tanto es así que he adoptado el nombre como un tercer apellido.
Muy cerca de donde yo tenía mi habitación había vivido durante unos años Robert Louis Stevenson (La Isla del Tesoro) en una casa a la que el escritor había bautizado como Skerryvore. En ese lugar Stevenson había acabado Doctor Jeckil y Mr. Hide. El nombre de Skerryvore me causó mucha curiosidad: la misma que provoca a todo aquél que lo oye por primera vez, supongo, y decidí saber si tenía algún significado.
Lo tenía: era el nombre de un faro que había construido Allan Stevenson, en Escocia. Este Allan no era otro que el abuelo de Robert Louis. "Así pues, la residencia del escritor llevaba el nombre de un faro escocés...". Pensaba esto cuando dos personas se acercaron lo suficientemente a mi como para poder escuchar su conversación y entonces me di cuenta de que era capaz de entender casi todo lo que decían. El idioma había penetrado lo suficiente en mi cerebro y ya podía encadenar palabras y hacer frases con las que podía, más o menos, expresar lo que yo quería decir. Entonces dejé de lado la soledad y los paseos al cementerio (he retomado esas amistades muchas veces, después de aquellos días), pero todas aquellas historias se hicieron viejas en mi experiencia personal y como eran frágiles las tomé mucho cariño, porque habían sido las únicas compañeras de mi soledad, me habían distraído, interesado y librado de la locura.
Skerry significa "aterrador" y vore es una antigua palabra que designaba "la costa, la orilla": un poco como mi situación personal durante los primeros meses de aislamiento forzoso. Yo había sido como ese faro solitario, que aguantaba los envites de las olas del mar escocés. Yo también había sido una torre fuerte, paciente, triste pero llena también de orgullo, que se resistía a desaparecer en el océano de la soledad.
Así que adopté el nombre para no olvidarlo nunca.