Mi querida profesora:
No vayas a creer que no he olvidado mi promesa. El Apolonio prometido, aquel que tenía algo de Buñuel y de Dafoe todavía duerme bajo la sombra de un cocotero en mi isla de vida. Quizá pronto despierte, quizá. Me abandono a la esperanza de creer en el Destino, aquel que es para todos y que nadie domina. Mientras tanto ya no lloro... ya no lloro tanto y tan amargamente.
¡Qué feliz sería si volviesen los días de los frascos misteriosos! Días en que el Arte se revelaba con la Historia y me invitaban a seguirles. Y sin embargo no me siento derrotado, ni cansado. Supongo que la madurez trae consigo la pérdida de respeto a la Esperanza. He visto muchos muertos. Y lo digo literalmente: la imagen de la quietud, la paz y la abstracción absoluta no me dio miedo cuando yacía en aquellos rostros sin color, sin vigor... sin la maldad de la vida chisporroteando en sus ojos.
Echar la vista atrás es un placer a mis 33 años. ¡Qué suerte haber tenido nada y haber vivido casi todo! Incluso las personas que amé también me amaron. ¡Qué suerte haber sentido los besos y abrazos de una madre, la protección de un padre aventurero y visionario! ¡Qué agradecido estoy por tanto amor de hermanas y tantos amigos de una tarde! He visto mundo mi querida profesora. Me he contemplado siendo adulto reflejado en los objetos que adoré de niño, he disfrutado de la vida. Entiendo un poco más mi trayectoria, mi cuadratura del círculo: me siento bien.
Y usted sabe qué niño tan mágico fui. Leía a Bruno el Mago, Picátrix y otros tantos a mis 10 años. Mi madre me hizo una túnica amarilla con el Alef bordado en el pecho y vestido en ella invocaba a Afravaskiakyras, a Adonay y a otros muchos que se han ido de mi memoria. Y los llamaba desde mi niñez para ordenarles que provocasen la lluvia en mi pueblo.
Mi adolescencia fue de mar rizada. Qué entradas en el mundo de los adultos! Un mundo de mentiras, de robo, de egoismo... Y yo entré en él buscando, exigiendo un respeto que ya tenía hacía tiempo pero que no supe reconocer entonces porque NO TOCABA.
Tenía usted razón mi querida profesora: La felicidad es un momento concreto que casi nunca sabemos reconocer en el instante que pasa. Sólo aveces, muy pocas veces, la sentimos vibrar en nuestro espíritu con el rugir de un tren de mercancías. Mi querida profesora: el tren está pasando............ AHORA.